Esquina montevideana , a la vuelta de la que fuera su casa. Fotografía del autor
“No sirven las palabras que en otra vida acaban.En el
amanecer de una tercera vida,/ las cosas se retiran de sus nombres,/
desencontradas van por tranquilos lugares/ apenas lisos y resbaladizos.
(…) He de salir de la antigua memoria/ extranjera a los climas que no
fueron sus climas,/ sin tiempo para los nuevos recuerdos./ Un canto
llega a mi boca,/ como si nunca hubiese sido mío,/ escucho sin hablar y
alguna vez lo sigo".
Un país de la memoria. Poema. Susana Soca
Recuerdo para Susana Soca
Juan Carlos Onetti
En
un principio era un fantasma lejano – los hay demasiado próximos – que
gastaba sus millones en París dándose el gusto de editar una revista
llamada “La Licorne” en la que colaboraron los más destacados
escritores, en aquella época, de Francia.
Cuando la horda teutona se
puso en movimiento, Susana – como la primera persona de la chanson –
tenía dos amores: su país y Paris. Eligió el último porque era el que
más la necesitaba en aquellos años. De manera que se sumergió en el
maquis. Es fácil imaginarla, diminuta, torcida en su bicicleta,
recorriendo Francia, llevando y trayendo mensajes, bordeando el
precipicio de la muerte. Terminada la guerra, Susana volvió a Montevideo
con algún centenar de recuerdos que no podía suprimir y docenas de
poemas que no quiso publicar. Y trajo también su idea fija: La Licorne.
No
conocía a Susana Soca sino algunos poemas sueltos, en español o
francés, que me produjeron más respeto que admiración. Y el deseo de
saber más de ella.
Es natural en los provincianos un afán indudable
por la clasificación veloz y definitiva. Por eso escuché en Madrid, de
boca de un turista:
-¿Susana Soca? Claro. Era una esnob millonaria que compró un palacio en la calle San José y lo convirtió en museo.
Mucho
y muy inteligente se ha escrito sobre los esnobs. Pertenecen a todas
las categorías sociales. La palabra me hace recordar una definición de
Benavente sobre la cursilería: quiero y no puedo. Porque el “museo” de
Susana estaba hecho con obras maestras, de esas que contribuyen a creer
que la vida no es tan mala, al fin y al cabo. Susana sufría, sufrió
durante toda su vida. Pero me atrevo a suponer que mirar diariamente un
Picasso, un Cézanne, un Modigliani ayuda a vivir y seguir viviendo. El
arte justifica la vida, espectáculo, lectura o creación.
Ya instalada
en su museo y con La Licorne a cuestas e impresa en español, Susana
siguió luchando por la supervivencia de la revista, a pesar de las
vallas presumibles.
Así, un día, le pidió al director de la revista
–Guido Castillo – que me extrajera un cuento y fijara el precio. Por
entonces yo también estaba influido por el ambiente “antilicorne”. De
modo que pedí un precio increíble para aquellos tiempos y me tomé la
mezquina venganza de colocarle un título casi tan largo como una página.
Susana
pagó agregando su lamento por no ofrecerme más, ya que la revista
mostraba un déficit implacable y previsto. El cuento fue publicado sin
mutilar el título. Y hasta logré encontrarme con personas que me dijeron
que se trataba de mi mejor relato, nombre incluido.
Unos meses
después, convencida no sé por quién de que lo de cuentista no quitaba la
buena educación, Susana Soca me invitó a una reunión en su casa. Me
acerqué con timidez media hora antes a una esquina de café en la manzana
de la residencia de Susana y estuve presenciando la descarga de
comestibles y botellas que se hacía desde una camioneta, propiedad de la
mejor confitería que teníamos entonces en Montevideo.
Yo estaba muy
bien trajeado para la ocasión. Pero, en los llamados días laborales
también actuaba como un esnob al revés. Tenía camisas de hilo de
Irlanda, zapatos hechos a medida, una serie de corbatas cuyo origen
había olvidado. Pero me vestía y ambulaba con una tricota gastada,
pantalones viejos, alpargatas barbudas.
Era la hora, terminé de envidiar y toqué el timbre. Un mayordomo, claro.
Después,
demasiada gente, demasiadas voces. Algún amigo o conocido con el que
pude apartarme y remover los lugares comunes que parecen constituir el
suelo de los hombres de letras. De pronto surgió Susana Soca para
saludarme. Era pequeña, nerviosa, más hecha que yo para habitar un mundo
de silencio. Recordaba una frase de Anatole France: “Tenemos que vivir y
eso es una cosa muy difícil.” Sigo viendo sus hermosos ojos, siempre
intimidados, su cuerpo frágil, apenas tembloroso, tan parecido al de un
pájaro, armado para huir. Parecía estar en eterna actitud de pedir
perdón por algún pecado inexistente. Creo que esto se expresa mejor en
el poema “La Demente” que publicamos. Luego todo continuó como cualquier
reunión o fiesta, hasta que la mezcla de intelectuales y
semiaristócratas juzgó que era prudente marcharse.
Pero una pausa: en un momento tal vez calculado, Susana se acercaba sonriente: – Mi madre quiere saludarlos.
Entonces
peregrinamos hasta una habitación lejana y nos era dado ver a la gran
hechicera sentada en un sillón, entre almohadones dispersos, inmóvil y
desconfiada, con ojos incongruentemente policiales. Iba extendiendo la
mano seca y enjoyada mientras Susana recitaba nombres.
Para mí se trataba de un trasplantado Saint-Germain y yo era Marcelo en el mundo de los Guermantes.
Terminada
la ceremonia todo seguía igual; no para mí que había aumentado mi odio
por la anciana. Porque sabía que su misión en la tierra era estropear
todo posible destino de felicidad a Susana, dominarla, exigir que rogara
su visto bueno antes de que la hija tomara cualquier resolución.
Una
noche, después del besamanos y la bebida, quedamos solos Castillo y yo
como resaca de la fiesta. Estábamos en el desordenado escritorio donde
ella trabajaba y leía.
Uno de los muros de la biblioteca daba a un
jardín lleno de perros enfurecidos e invisibles que reprochaban nuestra
presencia. No queríamos irnos sin despedirnos de Susana. Pero los
minutos pasaban entre frases tediosas y Susana no aparecía. De pronto y
sin ruido se materializó en una puerta, con un abrigo oscuro y lista
para marcharse. Balbuceando, encogida y temerosa. Nos dijo:
– Recibí
un mensaje y tengo que salir. Pero ustedes pueden quedarse. Les dejo una
botella. Revuelvan donde quieran y si algún libro les gusta... No
tienen que llamar; el portón queda abierto.
Aparte de vicios menores,
Castillo era bibliómano; de modo que, revolviendo libracos, encontró
muchos motivos de asombro y alegría. Por mi parte, pretextando novelas
que nunca iba a escribir me dediqué a revolver escritorios y
secretaires. Y esta indelicadeza fue pronto y bien recompensada. Entre
poemas y proyectos descubrí una carta de Pasternak a Susana. Estaba
escrita en un francés casi peor que el mío, con grandes letras retintas y
una grafía exótica.
Susana había hecho un viaje a Moscú para
conversar con Pasternak, a quien admiraba mucho y dedicó un hermoso
poema. La carta era muy anterior al premio Nobel y al vergonzoso
escándalo y a las doscientas ediciones piratas de “Doctor Zhivago” que
surgieron en español. Todas espantosas.
En aquella carta Pasternak le
explicaba a Susana por qué no habían podido encontrarse: sus relaciones
con la asociación oficial de escritores rusos patentados ya no eran
buenas. Así que Susana fue despistada: un día Pasternak estaba en su
dacha, al siguiente en Siberia, al otro internado por hidrofobia en un
castillo de los Cárpatos.
En otro tono, claro, el poeta explicaba con
dulzura la razón de los desencuentros y autorizaba a Susana a publicar
en Uruguay o Francia (primera edición en todo el mundo) la novela hoy
famosa.
Pero, siempre en mi labor de comisario, encontré otra carta.
Era de una hermana del escritor y le suplicaba abandonar el proyecto
porque su realización significaría la muerte civil de Pasternak en la
URSS. o, simplemente, la muerte a la que todos podemos aspirar y que
lograremos comportándonos con bondad y obediencia.
Por eso Zhivago
permaneció enrejado tantos años. Y aunque no se crea, hablamos aún de
Susana Soca, que prefirió archivar los originales de la obra.
Hay
escritores que sufren mucho para dar remate a sus obras. Otros padecen
del principio al fin y también sus lectores. El final de Susana Soca
tiene cierta afinidad con su persona. Había ido a Francia, libre ahora
de autodenominadas razas superiores, para pedir un sencillo milagro a
Nuestra Señora de Lourdes. No se trataba directamente de ella sino de
una persona enferma y querida.
De vuelta en Paris, se encontró con
una vieja amiga que tenía un pasaje de regreso a Montevideo para el día
miércoles en un avión alemán; el de Susana era para el jueves, en avión
norteamericano. Susana fue impulsada al juego misterioso que todos
jugamos, sin saberlo y tal vez en este preciso momento. Rogó y obtuvo el
cambio de pasajes para llegar a su destino veinticuatro horas antes.
Llegó a la costa de Brasil, donde el aparato aterrizó entre agua y
tierra para terminar incendiado.
Cuando se confirmó la muerte –el
cambio de pasajes había provocado confusiones y esperanzas – mucha gente
rezó por su alma; otra prefirió comprar una botella y seleccionar
blasfemias polvorientas. Hay testigos.
Tal vez por todo esto uno de
mis mejores amigos le dedicó un libro con estas palabras: Para Susana
Soca: Por ser la más desnuda forma de la piedad que he conocido; por su
talento.
"Mi fantasma es un niño. Que ya piensa y juega todavía. Mi fantasma es un niño. Que en el aire sonoro conserva intacto su corazón" Ciudades.Poema. S.Soca. Poesía transeúnte.Fotografía del autor. |
Susana Soca
Jorge Luis Borges
Con lento amor miraba los dispersos
colores de la tarde. Le placía
perderse en la compleja melodía
o en la curiosa vida de los versos.
No el rojo elemental sino los grises
hilaron su destino delicado,
hecho a discriminar y ejercitado
en la vacilación y en los matices.
Sin atreverse a hollar este perplejo
laberinto, atisbaba desde afuera
las formas, el tumulto y la carrera,
como aquella otra dama del espejo.
Dioses que moran más allá del ruego
la abandonaron a ese tigre, el Fuego.
colores de la tarde. Le placía
perderse en la compleja melodía
o en la curiosa vida de los versos.
No el rojo elemental sino los grises
hilaron su destino delicado,
hecho a discriminar y ejercitado
en la vacilación y en los matices.
Sin atreverse a hollar este perplejo
laberinto, atisbaba desde afuera
las formas, el tumulto y la carrera,
como aquella otra dama del espejo.
Dioses que moran más allá del ruego
la abandonaron a ese tigre, el Fuego.
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